Cap.15. Albertísimo
Al campamento seguían llegando contingentes de chicos, en autobuses y camiones, para recibir instrucción militar. Alberto se acercaba, a veces, a la explanada para ver que aspecto tenían.
En una ocasión le sorprendió que no llevasen maletas ni bultos. Tan solo algunos iban cargados con el macuto reglamentario.
Les hicieron formar, como siempre, antes de llevarlos a sus tiendas. El comandante acudió para dirigirles unas palabras de bienvenida y se extrañó de la falta de equipajes. Un sargento le explicó que solo se les había autorizado a transportar los macutos; el resto habían tenido que dejarlo en la estación.
- Nos aseguraron - insistió – que nos los enviarían en un transporte militar.
Algunos de aquellos chicos llevaban los bolsillos de sus guerreras llenos con lo poco que habían podido coger en la estación. Resultaba sumamente curioso observar cuales habían sido sus preferencias estando sometidos a las apreturas de la falta de tiempo y espacio. Unos se inclinaron por prendas de ropa interior y material para afeitarse; se veían toallas e incluso pijamas, bañadores, medicinas, caramelos y navajas; menos frecuentes eran las fotos de familia y material para escribir. Los casos más extraños lo constituían quienes tan solo habían pensado en algún libro. También se daba el caso de quienes, sencillamente, habían llegado con las manos en los bolsillos.
Cartés no escatimó energía para lograr que aquellos equipajes llegasen a su destino. De no haber sido por él habrían acabado perdiéndose. En estos casos era cuando Alberto se hacía acreedor a ser llamado Albertísimo: cuando se ponía en el lugar de los demás para intentar aliviar sus problemas.
Uno de los chicos, que resultó afectado en el trasiego de su maleta, explicaba su versión a los compañeros:
- Cuando, al llegar, vi que no disponíamos de nuestros equipajes, ya os podéis imaginar lo que sentí. Aquel era el único vínculo con mi casa y con los míos. Mi madre me había doblado, con su habitual cuidado, la ropa de recambio para que cupiesen los trastos de higiene. Metimos algunos libros y fotos de familia entre ellos. Con todas aquellas cosas, ¡mis cosas! me sentía en mi mundo, y desamparado sin ellas. Menos mal que el furriel ese, tan alto, se dio cuenta de lo que representaban para la mayoría, ¡Y hay que ver! Lo terco que se puso…si no por él, ninguno de nosotros habría podido recuperar algo. Semejante carácter había sido ya definido por el escritor norteamericano en Nathaniel Hawthorne, en 1828, en su novela Fanshawe: “Un hombre de corazón amable y afectuoso que constantemente buscaba objetivos a los que dedicar su atención”.
Lo que Alberto pretendía era, en el fondo, que aquellos muchachos no se desanimasen y dejaran enfriar su patriotismo. Por su parte, si el hubiera ostentado un alto grado en el ejército, le habría medido un buen paquete al responsable de que tantos chicos hubieran llegado a La Mambla solo con lo puesto.
Cartés tenía mucho cuidado en no exteriorizar sus ideas. Para muchos militares estos planteamientos podían, bien bien, ser calificados de sedición.
La marcha de la guerra a principios de 1938 parecía presentar, con la rendición de Teruel, buenas perspectivas para la República. Entonces, la Plana Mayor del Ejército Rojo decidió clausurar el campamento de instrucción de La Mambla y acuartelar a la tropa. Mientras ponía en marcha este proceso las noticias del frente cambiaban de color: en Teruel tenía lugar una contraofensiva nacionalista, y así, en efecto, la ciudad volvía a caer en poder fascista. Sin embargo los planes respecto a La Mambla no se modificaron y Alberto fue enviado a Barcelona, fuera de servicio, pero a disposición del ejército.
Esta vez la familia regresó con él y el campamento pasó al apartado de los recuerdos.
Estar de nuevo en casa resultaba muy agradable, pero no suponía un retorno a la normalidad. Todos iban siguiendo, en la medida de lo posible, la evolución de los acontecimientos de la guerra que, a partir de 1938, cedían todo el protagonismo al que supuso el mayor enfrentamiento de la contienda: La Batalla del Ebro.
Al campamento seguían llegando contingentes de chicos, en autobuses y camiones, para recibir instrucción militar. Alberto se acercaba, a veces, a la explanada para ver que aspecto tenían.
En una ocasión le sorprendió que no llevasen maletas ni bultos. Tan solo algunos iban cargados con el macuto reglamentario.
Les hicieron formar, como siempre, antes de llevarlos a sus tiendas. El comandante acudió para dirigirles unas palabras de bienvenida y se extrañó de la falta de equipajes. Un sargento le explicó que solo se les había autorizado a transportar los macutos; el resto habían tenido que dejarlo en la estación.
- Nos aseguraron - insistió – que nos los enviarían en un transporte militar.
Algunos de aquellos chicos llevaban los bolsillos de sus guerreras llenos con lo poco que habían podido coger en la estación. Resultaba sumamente curioso observar cuales habían sido sus preferencias estando sometidos a las apreturas de la falta de tiempo y espacio. Unos se inclinaron por prendas de ropa interior y material para afeitarse; se veían toallas e incluso pijamas, bañadores, medicinas, caramelos y navajas; menos frecuentes eran las fotos de familia y material para escribir. Los casos más extraños lo constituían quienes tan solo habían pensado en algún libro. También se daba el caso de quienes, sencillamente, habían llegado con las manos en los bolsillos.
Cartés no escatimó energía para lograr que aquellos equipajes llegasen a su destino. De no haber sido por él habrían acabado perdiéndose. En estos casos era cuando Alberto se hacía acreedor a ser llamado Albertísimo: cuando se ponía en el lugar de los demás para intentar aliviar sus problemas.
Uno de los chicos, que resultó afectado en el trasiego de su maleta, explicaba su versión a los compañeros:
- Cuando, al llegar, vi que no disponíamos de nuestros equipajes, ya os podéis imaginar lo que sentí. Aquel era el único vínculo con mi casa y con los míos. Mi madre me había doblado, con su habitual cuidado, la ropa de recambio para que cupiesen los trastos de higiene. Metimos algunos libros y fotos de familia entre ellos. Con todas aquellas cosas, ¡mis cosas! me sentía en mi mundo, y desamparado sin ellas. Menos mal que el furriel ese, tan alto, se dio cuenta de lo que representaban para la mayoría, ¡Y hay que ver! Lo terco que se puso…si no por él, ninguno de nosotros habría podido recuperar algo. Semejante carácter había sido ya definido por el escritor norteamericano en Nathaniel Hawthorne, en 1828, en su novela Fanshawe: “Un hombre de corazón amable y afectuoso que constantemente buscaba objetivos a los que dedicar su atención”.
Lo que Alberto pretendía era, en el fondo, que aquellos muchachos no se desanimasen y dejaran enfriar su patriotismo. Por su parte, si el hubiera ostentado un alto grado en el ejército, le habría medido un buen paquete al responsable de que tantos chicos hubieran llegado a La Mambla solo con lo puesto.
Cartés tenía mucho cuidado en no exteriorizar sus ideas. Para muchos militares estos planteamientos podían, bien bien, ser calificados de sedición.
La marcha de la guerra a principios de 1938 parecía presentar, con la rendición de Teruel, buenas perspectivas para la República. Entonces, la Plana Mayor del Ejército Rojo decidió clausurar el campamento de instrucción de La Mambla y acuartelar a la tropa. Mientras ponía en marcha este proceso las noticias del frente cambiaban de color: en Teruel tenía lugar una contraofensiva nacionalista, y así, en efecto, la ciudad volvía a caer en poder fascista. Sin embargo los planes respecto a La Mambla no se modificaron y Alberto fue enviado a Barcelona, fuera de servicio, pero a disposición del ejército.
Esta vez la familia regresó con él y el campamento pasó al apartado de los recuerdos.
Estar de nuevo en casa resultaba muy agradable, pero no suponía un retorno a la normalidad. Todos iban siguiendo, en la medida de lo posible, la evolución de los acontecimientos de la guerra que, a partir de 1938, cedían todo el protagonismo al que supuso el mayor enfrentamiento de la contienda: La Batalla del Ebro.
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