viernes, 23 de abril de 2010

Huellas en el tiempo

Cap. 10 Diez pesetas al día


Alberto intentaba suavizarle a Francisca las funestas informaciones que iban llegando. Ya se conformaba con que las malas noticias, que caían por todas partes, la afectaran lo menos posible. Un hombre tan poco casero como él, amante de salir, sobre todo por las noches, tenía que resignarse pisando muy poco la calle. En su mesilla de noche solo tenía un libro, una novela de aventuras “Tartarín de Tarascón” de Alfonso Daude. Sobre un personaje sacado de Don Quijote que sueña con aventuras de caza.
Pasaba muchos ratos ojeando la prensa diaria, o limpiando la maquinilla de afeitar y sus cuchillas; pero en cuanto tenía ocasión aprovechaba para escampar la boira. Su última salida había sido para asistir, en el Olimpia, a un acto anarquista: se trataba de protestar por la llamada a filas, y a defender – todavía - , como en julio de 1936, las milicias populares.
Al salir de aquella concentración Alberto, firme en sus puntos de vista, sintió vivos deseos de incorporarse a su unidad de La Mambla. Cada vez estaba más convencido de que solo un ejército regular podía salvar a la República.
Con Javier Morán ¡cuánto habían discutido y vuelto a discutir! Pero la izquierda más radical seguía insistiendo con las palabras y con las armas.
Tan solo la frase un ejército del pueblo suponía una evocación que conectaba con las fibras más sensibles de toda persona bien nacida.
- ¡Cierto! – exclamaba Juan Llavería – pero a este ejército le faltaría la disciplina.
- ¿Y no podemos considerar – alegaba Javier Morán – que la obediencia debida pueda salir de la inteligencia?.... Y aun añadía:
- He oído a un capitán dirigirse a su compañía en estos términos: “No os voy a pedir que me obedezcáis solo porque llevo tres estrellas en la manga. Yo solo pretendo coordinar nuestras acciones, para que ésta sea nuestra fuerza. La sumisión rebaja la categoría de las personas. Pero cuando alguien da la orden ¡apunten!, es mejor que él mismo dé la voz de ¡fuego!: posiblemente porque se halle mejor situado sobre el terreno.
- Este capitán – seguía Juan- consideraba que los saludos militares reprimían el espíritu revolucionario; pero representaba un caso aislado; posiblemente se trataba de un trotskista del POUM .


Hacia final de verano Alberto se levantaba tarde y no salía de casa hasta el mediodía. Acostumbrado a que el trabajo le proporcionase un ritmo de vida buscaba distraerse en asociaciones de barrio que se constituían con grupos de vecinos que instalaban su sede en la trastienda de un bar. Muchas de ellas eran grupos corales que la gente conocía como “coros de Clavé” . Anselmo Clavé (1824-1874) había sido un político republicano diputado a Cortes. En el levantamiento de Barcelona contra Espartero de 1843, cuando los moderados iniciaron la reconstrucción del país bajo Isabel II, Clavé fue condenado a dos años de cárcel.
En el terreno de las inquietudes sociales se le había ocurrido una idea fantástica: instruir a la clase obrera a través de la música. Sus coros llegaron a tener un importante papel en todos los campos; proporcionaban, incluso, subsidios y seguros de enfermedad.
Alberto se sentía muy a gusto entre ellos y les ayudaba en lo que podía. Sabía que no tenía ninguna condición para la música, pero servía para echar una mano en cuestiones administrativas. En este campo tenía algunas cualidades muy singulares:
Su caligrafía causaba admiración. Hasta el punto que le habían ofrecido algún empleo al verle escribir. No solo tenía buen pulso; también tenía la gracia de saber ordenar los textos sobre el papel. Estaba acostumbrado a la contabilidad y podía efectuar sumas de grandes columnas de números a la misma velocidad que, sin detenerse, las seguía con la punta del lápiz. Cuando aparecieron las primeras máquinas de calcular ninguna podía competir con él, ni en velocidad ni en precisión.
Se prestaba muy gustoso a llevarle las cuentas al coro del barrio. Incluso les acompañaba en algunas de sus salidas.



La vida de Alberto transcurría, así, de una manera ordenada y hasta armoniosa. Para completar los fines de semana iban al cine con Francisca.
De los obreros con que se relacionaba obtenía el pulso del complejo panorama político. Algunos de ellos habían intervenido espontáneamente el 18 de julio. Eran los que se daban cuenta de lo que estaba en juego.
- Nuestro primer problema – le decía Tomás Vallés (un encargado de obras) – fue que no teníamos armas. Decidimos asaltar las tiendas de caza y nos llevamos todo lo que podía disparar.
Tomás era un hombre robusto, no muy alto, y su voz resultaba atronadora. Trabajaba en la construcción y tenía todas las condiciones de un lider.
- En la armería de la calle Fernando-Ramblas fue de donde sacamos más material. Todo servía. Lo que mataba un conejo también valía para un fascista.
Tomás lo explicaba sentado, con Alberto, en una mesa, con dos cervezas sobre el mármol blanco.
- Lo más duro – decía - fue la actitud de nuestros hermanos comunistas. Y fíjate que digo hermanos, porque hermanos deberíamos ser.
Su forma de hablar atrajo a algunos camaradas. José Marín era un chico alto, de hablar calmado pero muy convincente:
- Da la impresión – decía – que Stalin no sabe que hacer. Por motivos que desconozco prefiere gobiernos militares o burgueses. Dicen que llama a los anarquistas socialfascistas.
Durante la charla José Marín solía cambiar impresiones con otro compañero que parecía amigo suyo: Lorenzo Cano, se trataba de un joven nervioso y despierto, aunque un poco cizañas.
- Me parece – comentó – que lo que vamos a tener aquí será comunismo contra revolución.
- ¿Y que será de los sindicalistas? preguntó Alberto.
- A estos los matarán, como a los anarquistas – le contestó Tomás Vallés.
Él insistió. - ¿Y no creéis que los sindicatos deberían ser los mejores representantes de los trabajadores?
- Lo que te pasa a ti – y no te lo tomes a mal – es que estás poco politizado – le dijo Lorenzo Cano – Aquí el juego está entre Stalin y Trotsky . Por eso algunas unidades del ejército tienen órdenes de desarmar a los milicianos. Hay quien dice que los mandos militares quieren quedarse con las fuerzas revolucionarias.
- ¿Y por eso acusan al POUM de hacerles el juego a los fascistas? – preguntó José Marín.-
- Y los que estáis en la milicia ¿cómo estáis de armas? – preguntó Alberto.
- Pues mira – le contestó Tomas – me parece que has tocado el problema más grave. Según parece ha habido envíos de Rusia; pero se han metido por en medio especuladores y chorizos y algunos de estos envios han acabado bajo el control de los comunistas.
- Ya sabéis – les dijo Alberto – que yo estoy de permiso. Pero en La Mambla el armamento que hay es nuevo y suficiente.
- ¡Claro! – le contestó Lorenzo – vosotros tenéis los envíos de Stalin. Quizá algún día os ordenen disparar contra los milicianos. O quizá, incluso os manden a frenar las colectivizaciones.
- Por cierto – añadió - ¿cuánto os paga el ejército?
- Diez pesetas al día
- ¿Y las mujeres?
- ¿Cómo las mujeres?
- ¡Sí, hombre!, ¿cuánto cobran ellas?
- Las mujeres están en las trincheras con la Cruz Roja, pero no tienen armas, ellas no disparan.

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