miércoles, 14 de abril de 2010

Huellas en el tiempo

Cap. 4 Censura

Alberto se encontraba a gusto en su trabajo de furriel; y aún se habría encontrado mejor sino hubiera tenido que controlar el correo. Le representaba leer toda la correspondencia que salía de la unidad, y censurar, desde las informaciones que tuvieran algún interés militar, hasta las alusiones acerca del nivel de la moral de la tropa.
La mayoría de aquellos chicos añoraban a sus familias y en sus cartas se contenían párrafos que evidenciaban estados depresivos. Alberto sufría por los padecimientos de los muchachos, y aun más, cuando tenía que tachar líneas enteras. Pero las órdenes estaban muy claras: no podía salir ningún correo que dejara entrever alguna duda sobre el espíritu militar, un buen estado mental, una confianza total en la victoria y el buen trato que recibían. Tuvo que llegar al extremo en un caso, la carta de un soldado a su novia, en que solo se podía leer: “ Al recibo de esta carta, espero que estés bien, yo también A D G.” todo el resto estaba tachado excepto la despedida: “te abraza tu novio que te quiere “.
¿ Cual sería la sensación de quien recibía semejante carta?. Solo le quedaría el consuelo de saber que su novio seguía, de momento, vivo.


Cartés tenía tan buena disposición que algunos optaban por hacerle consultas sobre lo que podían, o no podían, escribir. Atenderles, de buen grado, era una manera de crear un buen clima; y de paso le permitía pulsar el talante de las bases de reclutamiento.
Le sorprendió gratamente el elevado número de los que estaban altamente politizados. En nuestro país, las primeras insinuaciones en este terreno acostumbran a venir de una iglesia, siempre pendiente del poder, que lanza mensajes maquiavélicos para que éste pueda permanecer en manos de la derecha. Durante todo el siglo XIX la religión y la política parecían fatalmente unidas, en el XX soplaron nuevos vientos y el catolicismo empezó a declinar. Alberto podía disfrutar charlando sobre estos temas con un soldado que despuntaba por su inteligencia. Se llamaba Juan Llavería y manejaba los libros con toda libertad y buen criterio. Observó que Rosita manifestaba cierta inclinación por él; y entendió, perfectamente que Juan no reparase en una persona tan simple.
Coincidían los dos en que lo más importante era ganar la guerra y que para ello hacia falta un ejército fuerte y disciplinado. Y si bien era cierto que, en el fracaso inicial del alzamiento fascista, habían jugado un importante papel las masas populares: éstas, por si solas, no podían llevar el peso de la contienda.
A Javier Morán le gustaba acercarse a ellos dos cuando estaban de conversación. Al verle llegar: activo, voluminoso y exuberante, coincidían en que parecía evocar la figura de Bakunin. Transmitía un fervor revolucionario capaz de arrastrar a las gentes del pueblo, aunque, en ocasiones, su desprecio por el Estado y las Instituciones podía llegar a asustar a quienes le escuchasen. Sus ideas resultaban demoledoras, no solo por su contenido sino, sobre todo, por la forma como las presentaba y defendía. Resultaba descorazonador comprobar como Juan y Javier no lograban casi nunca ponerse de acuerdo. Contaba este último con un atractivo del que Juan carecía; y entre los dos se creaban, con demasiada facilidad, unos preocupantes estados de tensión que Alberto tenía que esforzarse en suavizar. Pero siempre le quedaba el mal sabor de boca por lo difícil que resultaba la relación entre un socialista y un anarquista.
Entre los chicos que pasaban sus buenos ratos en compañía de Cartés, había un navarro: Modesto Basides que tenía una cierta popularidad en el campamento por su afición al juego de pelota a mano. Solían formar, él y Antonio, una buena pareja. Cuando terminaban los partidos tenían una curiosa manera de rebajar la hinchazón de las manos: en el mismo frontón uno se estiraba con los brazos a lo largo del suelo y el otro se ponía de pie sobre sus palmas. Era Modesto un chico de carácter inquieto que nunca paraba en casa. El frontón constituía una buena salida para sus inquietudes. Era un jugador asiduo, pero a veces le faltaba la calma para el control y la reflexión que tan imprescindibles resultan para mejorar. Se había ganado cierta popularidad y le gustaba estar rodeado de gente. Alberto había observado que no era capaz de hacer cosas en solitario. El abuelo de Modesto en el regreso de Fernando VII a España en 1814, era de los que gritaban: “muera la libertad, viva el rey”. Diez años más tarde guerreaba por los derechos de Carlos V frente a la regencia de Isabel. Pero él no había heredado de su abuelo ninguna predisposición para la política y siempre se movía por impulsos personales
Tenía Basides una cierta fijación con cierto personaje de nuestra historia, nada menos que con un militar carlista: Tomás de Zumalacárregui que a la muerte de Fernando VII se distinguió por su defensa del absolutismo. Organizó con eficacia el ejército rebelde utilizando las tácticas de la guerrilla con la que se había familiarizado en la Guerra de la Independencia. Se lanzó a la toma de Bilbao, llegando a vencer a Espartero, pero fue herido frente a la ciudad y murió a consecuencia de una infección. Esto debilitó, a favor de Isabel II, las posibilidades de éxito de los carlistas.
Frente a tantas opciones, Alberto siempre mantuvo su fe en los sindicatos: la unión de todos los trabajadores con independencia de sus opciones políticas personales. Y su arma más eficaz: la huelga general.

Por encima de la historia que estamos contando, el tiempo – un ser extraño sin preferencias ideológicas – iba marcando el ritmo con unas secuencias que a nadie complacían pero todos tenían que aceptar. Y así, sin darse cuenta se encontraron con el final de 1936 que se celebró con la austeridad que imponían las circunstancias y el sentir revolucionario de aquellos republicanos.
En la armonía de la fiesta por el nuevo año, se registraba una nota discordante: doña Pablina sostenía que era un gran pecado no celebrar el nacimiento del niño Jesús; y le echaba todas las culpas al descreído de su marido. Ella hablaba y hablaba; él iba arriba y abajo por el pasillo, adivinando, más que oyendo, lo que decía. De cuando en cuando se paraba y, agitando los brazos, exclamaba:
¡¿Pero que dices chimpleta ?!... ¡que eres una chimpleta!

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