sábado, 10 de abril de 2010

Huellas en el Tiempo


HUELLAS EN EL TIEMPO

Cap. 1 Al frente

En el levantamiento de 1936, los militares no habían conseguido acabar, de un golpe, con la República. El territorio español quedó dividido en dos y comenzó la Guerra Civil.
Alberto Cartés tenía entonces 30 años, era de origen aragonés y vivía en Cataluña, donde el “alzamiento” había fracasado. Se sentía bien dispuesto para entrar en filas en un ejército regular; pero los sectores más a la izquierda del gobierno pretendían formas milicias populares. Esta idea, que parecía imponerse en Barcelona, hizo exclamar a Cartés:
- Por este camino perderemos la guerra.
Cuando se alistó fue destinado, en Gerona, a una unidad de adiestramiento e instrucción de las tropas que debían ser enviadas al frente. Allí desempeñó el cargo de cabo furriel, con responsabilidad en la correspondencia y en la provisión de alimentos para las cocinas.
La guerra había irrumpido en su vida, como en la de todos los ciudadanos, como una visita inoportuna e inesperada que no respeta nada ni nadie. En los pequeños pueblos era frecuente ver como algunos caciquillos aprovechaban para enriquecerse. La situación de crisis favorecía los préstamos abusivos o el cambio de tierras por comida. También eran frecuentes las denuncias contra personas, por rencillas personales o por el simple hecho de que se les debía dinero.
A pesar de todo existía en muchos la voluntad de seguir con su vida de cada día. Se enamoraban, buscaban trabajo, estudiaban e incluso tenían hijos al son de los desfiles y los bombardeos. Alberto fue uno más. Se había casado aquel mismo año y cuando, a los pocos meses, lo destinaron al campamento de Gerona, se encontró con que el ejército le había movilizado a él y, en respuesta, su familia se había movilizado con él. Cuando solo llevaba unos días en su nueva unidad, en la zona llamada La Mambla, se presentaron en un coche de línea, sus padres, sus suegros, su hermana y su mujer. Su grado de furriel fue decisivo para que pudieran instalarse en un caserón vacío.
Del comandante del puesto lo más acertado que podía decirse es que no iba sobrado de eso que se conoce como espíritu militar. Haber sido destinado a semejante destierro era una señal de lo mal considerado que estaba en el cuartel general y por su parte, ya le pareció bien que este nombramiento le mantuviera alejado de las acciones de guerra.
Cuando Cartés le pidió permiso para instalar a su familia, vio con buenos ojos la presencia de civiles en aquel entorno campestre con cuatro casas desperdigadas. Allí no había consistorio, ni falta que hacía; tampoco había iglesia, pero no la echarían de menos en una unidad militar republicana.
Los primeros contingentes de tropa llegaron a los pocos días en camiones militares. Se alojaban en tiendas de campaña instaladas en una explanada vecina y vivían a toque de corneta. Pasaban la jornada en hacer la instrucción, en aprender el uso y limpieza de los mosquetones, en comer y en dormir.
Alberto Cartés, desde su puesto en los almacenes y en las cocinas velaba por los suministros para su familia. A Francisca, su mujer, le sabía mal el trabajo extra que esto le representaba.
- Si no fuera por nosotros – le decía – vivirías la mar de tranquilo.
Era una de esas personas de maneras suaves, que, sin saber como tienen gravado en la mente como deben ser las cosas. De ahí resultaba una curiosa mezcla de chica dulce y mandona.
Alberto era un ateo tolerante con los usos católicos de su mujer. No ponía obstáculos a que cumpliera los preceptos y en Barcelona la esperaba, a la puerta de la parroquia, a que saliera de la misa de los domingos. De acuerdo con su forma de pensar le había planteado que celebrasen un matrimonio civil. Ella no se mostró abiertamente en contra, pero la boda acabó celebrándose por la Iglesia, con gran satisfacción de la madre de Alberto, doña Paulina, la gran fascista de aquella familia de campesinos aragoneses no creyentes, que formaba, con su marido don Antonio, una de las parejas peor avenidas que se han visto; hasta el punto de que habría resultado prácticamente imposible encontrar a alguien que hubiese presenciado una conversación distendida – ya no digamos amable - entre ellos dos. Su falta de sincronización llegaba al extremo de no caminar nunca juntos; de manera que cuando iban de visita, él llegaba siempre el primero y ella aparecía después. Cuando salían de un mismo sitio, como cada uno tenía su velocidad de crucero, tardaban pocos segundos en distanciarse.
Había una circunstancia que facilitaba esta peculiar relación: él era muy duro de oído, y Paulina (o Pablina, como él la llamaba) cuando hablaba, lo hacía en un nivel de voz perfectamente ajustado para que Antonio no rascase bola. Eso le permitía pensar que todo lo que decía su mujer estaba destinado a fastidiarle.
Rosita, la hermana pequeña de Alberto, de quien su padre decía que era una chica de mucho palique, tenía, en efecto, el don de la palabra que, en cierto modo era la compensación de un rostro poco agraciado y marcado de viruelas.
Tenía una gran afición por el cine y conocía a casi todos los actores, cuyos nombres, al aplicarles la pronunciación castellana, sonaban de forma curiosa (Tirone Pover, Rita Aivor, Ester Biliams, o Buster Queaton), cuando contaba, con su gracia característica las películas que había visto.
De una de ellas me acuerdo especialmente:
- “Esos rusos – decía- son unos tíos muy raros. Cuando llegan en algún barco de guerra a Barcelona, tienen prohibido tomar agua de nuestras fuentes. No pueden beber ni en Canaletas. ¿¡ Abrase visto cosa igual ¡?. Sus jefes les llenan unas cantimploras con agua del barco, que con tantos días de viaje ya debe estar podrida, ¡ y ala, a pasear por la Rambla !. Y si alguno no hace caso, dice que lo tiran al mar.
- A veces me dan ganas de sacarles un vaso de agua fresca y gritarles:¡ eh rusquis! ¡ aguatova frescof ¡, pero no me atrevo ; igual me tiran a mi al mar.
- Pues, y seguía, he visto una película donde esos tíos se matan entre ellos. Pero no lo hacen como la gente normal. Aquí si hay que matar a uno lo matamos en el campo de la Bota o en la playa, para que caiga bien. Pero ellos no; ellos les disparan a sus coleguis por unas escaleras, y el que no muere de los tiros muere descalabrado. Además, eso de matarse es, entre nosotros, un asunto de hombres. Pero los rusquis matan a todo quisque, incluso a un bebé que va en un cochecito lo persiguen para matarle; y el pobre tiene que salir pitando escaleras a bajo, como si fuera un vaquero en el Oeste, y esos gatos con botas detrás disparando.”

Allí en La Mambla estaban también Miguel y María, los padres de Francisca. A él le gustaba mucho jugar a las cartas, y a ella sentarse a mirar. A su manera estaban bien avenidos y caminaban, a diferencia de los padres de Alberto, siempre juntos pero no uno al lado del otro. María iba primero y Miguel (ella le llamaba Maño) detrás pero manteniendo, en todo momento, la distancia.

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