Cap. 14 La música y la letra
Hay que agradecer al amable lector la paciencia que ha tenido con el largo paréntesis del capítulo anterior que ha interrumpido, además, el hilo del relato, justo cuando Alberto estaba ya muy cerca de ser padre y no se podía quitar de encima la angustia por la situación con que el nuevo, o la nueva, Cartés iba a encontrarse.
Resultó, finalmente, un chico de piel arrugada que hizo exclamar a Francisca:
- ¡Que feo es!
La consoló su madre, doña María, intentando convencerla de que todos los recién nacidos tenían el mismo aspecto de vejestorios - pelleringas
Le habían contado a Alberto que los bebés venían con un pan bajo el brazo. En el caso de Joaquín, que así le pusieron, más parecía llevar un reloj despertador siempre a punto de sonar a cualquier hora del día y, lo que era peor, de la noche.
No quiso aguardar mucho tiempo debido a la falta que él pensaba que hacía en La Mambla. Y así en cuanto la prudencia dio luz verde para emprender, todos, el regreso, se pusieron en marcha, no sin cierta añoranza de dejar su barrio y su ciudad.
Cuando los tres viajeros con el pequeño llegaron al campamento este último se convirtió en el protagonista objeto de atenciones y mimos. Todos deseaban tenerlo en brazos aunque solo fuera por unos segundos y la mayoría se manifestaban fieles a la tradición de hablarles a los niños como si fueran retrasados mentales. Desconocían, sin duda, que un bebé entiende, a su manera, todo lo que se le dice, y va extrayendo del lenguaje que le llega las condiciones para su futura manera de expresarse. Él capta primero la música y deja para más adelante la letra.
En noviembre de 1937 el Gobierno de la República se traslada a la Ciudad Condal. Era un movimiento de retirada hacia posiciones más seguras ante la consolidación del eje fascista entre Berlín, Roma y Tokio. Sin embargo a Hitler no le interesaba una victoria de Franco y de momento prefería que se prolongase la guerra.
Alberto se presentó a su comandante que le recibió con seriedad pero con muestras de simpatía. Se interesó por su mujer y su hijo y le preguntó que impresiones traía de Barcelona.
- En estos ocho meses – le explicó Alberto – la gente ha podido, por un lado, ir al cine y al teatro; por otro, han visto como los bombardeos mataban y destruían. La evolución de la guerra nos presenta, algunos días, una imagen amable; y otros el rostro de la tragedia
No puede, propiamente, decirse que el pequeño Joaquín estableciese contacto con su pintoresca familia. Más bien fue al revés, es decir, que fue su pintoresca familia la que tomo la iniciativa. Y como ocurre en estos casos, fueron los componentes femeninos los que se acercaron, curiosos, a contemplarle.
Doña Pablina se dio cuenta de que tenía los rasgos de su padre y ya no llegó más lejos porque la buena señora, y ella lo consideraba como una virtud, era tremendamente escrupulosa. Las babas de un bebé o unas manos sudadas le resultaban insoportables. Nunca estrechaba las de quien solía hurgarse la nariz y le resultaba asquerosa la imagen de un hombre arreglándose el paquete. En este terreno no aceptaba que alguien pudiera no coincidir con sus sensaciones.
Algo parecido le ocurría con las tormentas: un aviso de Dios para los mortales, que debían ser vividas desde el pánico y la oración. Cualquier actitud, diferente a ésta, frente a los rayos y los truenos debía ser tenida como un pecado. Y tal era el caso, como no, de don Antonio que se sentaba tranquilamente en el comedor durante todas las turbulencias del verano.
Rosita se propuso que el niño, de mayor, debería llamarla tieta. De momento tenía que limitarse a preparar el camino ganándose su confianza. En alguna ocasión llegó a gatear junto a él; práctica ésta, en la que se evidenciaban sus anhelos de madre, que tuvo que abandonar (no los anhelos, pero si el gatear) porque doña Pablina la encontraba poco digna y la castigaba con unos certeros golpes de puño en la cabeza; que, si bien por un lado, ni siquiera le podían originar un chichón, por otro le hacían verter lágrimas y adoptar la expresión doliente de quien ha recibido un castigo injusto.
La otra abuela tenía una actitud más profesional; se limitaba a ayudar a su hija en lo que podía. Era una mujer que tenía un oficio: era colchonera; y esto le daba un toque de seriedad y eficacia muy útiles en el día a día.
Ya no había más nenas en la familia de Joaquín, excepto su madre. El resto se comportaba según la costumbre de no prestarles demasiada atención a los pequeñines.
En aquellos meses sus vivencias relativas al dormir, mamar y la higiene, estaban, de alguna manera, ligadas con el universo de las temperaturas agradables. Pero un día que buscaron el solaz de las tranquilas aguas de un manantial, el cuerpo se le llenó de sarna. Fue un presente de alguien que fue allí a remojarse. Es una enfermedad que se manifiesta con mucha frecuencia en épocas de conflictos bélicos; de modo que Joaquín, de haber sido mayor se habría podido enorgullecer de haber contraído un mal propio de un guerrero. Pero en su caso no sintió, ni siquiera un poquito de gloria, tan solo las molestias y los picores.
- Si queréis – decía Francisca – nos podemos pasar los dos al campo enemigo y en una semana tendremos infectados a todos los franquistas.
Habían reemprendido, pues, su vida en el campamento de instrucción. Representaba para ellos la nostalgia de su ciudad donde siempre dejaban un hueco. Esta vez, alguien lo llenó. Y fue el caso que el llenador de este espacio fue, nada menos, el Gobierno de la República, que en estas fechas se trasladó a Barcelona.
Fueron muchos los que vieron en este movimiento una retirada hacia posiciones más seguras, precisamente en unos momentos en que todas las informaciones coincidían en la consolidación del eje fascista entre Berlín, Roma y Tokio.
Mientras tanto Alberto seguía cumpliendo, ordenado y meticuloso, su trabajo, entre administrativo y militar, de furriel. En noviembre habían llegado nuevos reclutas. Estas incorporaciones tenían que ser señal de algún plan de ataque por parte del gobierno. Desde septiembre las acciones en Belchite habían terminado con la ocupación de la plaza por las tropas republicanas.
Según Ernesto Mustieles, las posibles iniciativas militares debían dirigirse hacia el frente de Teruel. Solo eran conjeturas porque los movimientos de las unidades se planeaban en total secreto. Alberto, en estos casos, encontraba a faltar a Llavería que como persona muy politizada acostumbraba a estar al tanto de casi todo. Lástima que con ellos no resultase fácil cambiar impresiones, porque, si bien siempre estaban dispuestos a expresar sus puntos de vista no era el mismo su talante para aceptar el diálogo. Y si lo hacían resultaba, descorazonadora su nula capacidad para aceptar ideas ajenas.
Alberto, con pocas esperanzas en los resultados, defendía, siempre que podía, su confianza en la intervención de los sindicatos en el gobierno. En este terreno un espectador neutral podría haber considerado sus opiniones como quijotescas. Sus firmes ideas siempre le llevaban por malos caminos.
Existía unanimidad en sus contertulianos en que un gobierno de los sindicatos sería un profundo error que perjudicaría la andadura de la República en la guerra; y de que tan solo el Frente Popular les podía llevar a la victoria. Pero Alberto seguía pensando que los sindicalistas serían más sensibles a las necesidades de la clase obrera que los partidos políticos. Pero nunca logró convencer a sus compañeros, ni siquiera cuando les hablaba de Ángel Pestaña y del partido sindicalista que había fundado en 1933. Él había luchado en Barcelona contra la sublevación del 36 y aquel final de año de 1937 supieron que había muerto.
Hay que agradecer al amable lector la paciencia que ha tenido con el largo paréntesis del capítulo anterior que ha interrumpido, además, el hilo del relato, justo cuando Alberto estaba ya muy cerca de ser padre y no se podía quitar de encima la angustia por la situación con que el nuevo, o la nueva, Cartés iba a encontrarse.
Resultó, finalmente, un chico de piel arrugada que hizo exclamar a Francisca:
- ¡Que feo es!
La consoló su madre, doña María, intentando convencerla de que todos los recién nacidos tenían el mismo aspecto de vejestorios - pelleringas
Le habían contado a Alberto que los bebés venían con un pan bajo el brazo. En el caso de Joaquín, que así le pusieron, más parecía llevar un reloj despertador siempre a punto de sonar a cualquier hora del día y, lo que era peor, de la noche.
No quiso aguardar mucho tiempo debido a la falta que él pensaba que hacía en La Mambla. Y así en cuanto la prudencia dio luz verde para emprender, todos, el regreso, se pusieron en marcha, no sin cierta añoranza de dejar su barrio y su ciudad.
Cuando los tres viajeros con el pequeño llegaron al campamento este último se convirtió en el protagonista objeto de atenciones y mimos. Todos deseaban tenerlo en brazos aunque solo fuera por unos segundos y la mayoría se manifestaban fieles a la tradición de hablarles a los niños como si fueran retrasados mentales. Desconocían, sin duda, que un bebé entiende, a su manera, todo lo que se le dice, y va extrayendo del lenguaje que le llega las condiciones para su futura manera de expresarse. Él capta primero la música y deja para más adelante la letra.
En noviembre de 1937 el Gobierno de la República se traslada a la Ciudad Condal. Era un movimiento de retirada hacia posiciones más seguras ante la consolidación del eje fascista entre Berlín, Roma y Tokio. Sin embargo a Hitler no le interesaba una victoria de Franco y de momento prefería que se prolongase la guerra.
Alberto se presentó a su comandante que le recibió con seriedad pero con muestras de simpatía. Se interesó por su mujer y su hijo y le preguntó que impresiones traía de Barcelona.
- En estos ocho meses – le explicó Alberto – la gente ha podido, por un lado, ir al cine y al teatro; por otro, han visto como los bombardeos mataban y destruían. La evolución de la guerra nos presenta, algunos días, una imagen amable; y otros el rostro de la tragedia
No puede, propiamente, decirse que el pequeño Joaquín estableciese contacto con su pintoresca familia. Más bien fue al revés, es decir, que fue su pintoresca familia la que tomo la iniciativa. Y como ocurre en estos casos, fueron los componentes femeninos los que se acercaron, curiosos, a contemplarle.
Doña Pablina se dio cuenta de que tenía los rasgos de su padre y ya no llegó más lejos porque la buena señora, y ella lo consideraba como una virtud, era tremendamente escrupulosa. Las babas de un bebé o unas manos sudadas le resultaban insoportables. Nunca estrechaba las de quien solía hurgarse la nariz y le resultaba asquerosa la imagen de un hombre arreglándose el paquete. En este terreno no aceptaba que alguien pudiera no coincidir con sus sensaciones.
Algo parecido le ocurría con las tormentas: un aviso de Dios para los mortales, que debían ser vividas desde el pánico y la oración. Cualquier actitud, diferente a ésta, frente a los rayos y los truenos debía ser tenida como un pecado. Y tal era el caso, como no, de don Antonio que se sentaba tranquilamente en el comedor durante todas las turbulencias del verano.
Rosita se propuso que el niño, de mayor, debería llamarla tieta. De momento tenía que limitarse a preparar el camino ganándose su confianza. En alguna ocasión llegó a gatear junto a él; práctica ésta, en la que se evidenciaban sus anhelos de madre, que tuvo que abandonar (no los anhelos, pero si el gatear) porque doña Pablina la encontraba poco digna y la castigaba con unos certeros golpes de puño en la cabeza; que, si bien por un lado, ni siquiera le podían originar un chichón, por otro le hacían verter lágrimas y adoptar la expresión doliente de quien ha recibido un castigo injusto.
La otra abuela tenía una actitud más profesional; se limitaba a ayudar a su hija en lo que podía. Era una mujer que tenía un oficio: era colchonera; y esto le daba un toque de seriedad y eficacia muy útiles en el día a día.
Ya no había más nenas en la familia de Joaquín, excepto su madre. El resto se comportaba según la costumbre de no prestarles demasiada atención a los pequeñines.
En aquellos meses sus vivencias relativas al dormir, mamar y la higiene, estaban, de alguna manera, ligadas con el universo de las temperaturas agradables. Pero un día que buscaron el solaz de las tranquilas aguas de un manantial, el cuerpo se le llenó de sarna. Fue un presente de alguien que fue allí a remojarse. Es una enfermedad que se manifiesta con mucha frecuencia en épocas de conflictos bélicos; de modo que Joaquín, de haber sido mayor se habría podido enorgullecer de haber contraído un mal propio de un guerrero. Pero en su caso no sintió, ni siquiera un poquito de gloria, tan solo las molestias y los picores.
- Si queréis – decía Francisca – nos podemos pasar los dos al campo enemigo y en una semana tendremos infectados a todos los franquistas.
Habían reemprendido, pues, su vida en el campamento de instrucción. Representaba para ellos la nostalgia de su ciudad donde siempre dejaban un hueco. Esta vez, alguien lo llenó. Y fue el caso que el llenador de este espacio fue, nada menos, el Gobierno de la República, que en estas fechas se trasladó a Barcelona.
Fueron muchos los que vieron en este movimiento una retirada hacia posiciones más seguras, precisamente en unos momentos en que todas las informaciones coincidían en la consolidación del eje fascista entre Berlín, Roma y Tokio.
Mientras tanto Alberto seguía cumpliendo, ordenado y meticuloso, su trabajo, entre administrativo y militar, de furriel. En noviembre habían llegado nuevos reclutas. Estas incorporaciones tenían que ser señal de algún plan de ataque por parte del gobierno. Desde septiembre las acciones en Belchite habían terminado con la ocupación de la plaza por las tropas republicanas.
Según Ernesto Mustieles, las posibles iniciativas militares debían dirigirse hacia el frente de Teruel. Solo eran conjeturas porque los movimientos de las unidades se planeaban en total secreto. Alberto, en estos casos, encontraba a faltar a Llavería que como persona muy politizada acostumbraba a estar al tanto de casi todo. Lástima que con ellos no resultase fácil cambiar impresiones, porque, si bien siempre estaban dispuestos a expresar sus puntos de vista no era el mismo su talante para aceptar el diálogo. Y si lo hacían resultaba, descorazonadora su nula capacidad para aceptar ideas ajenas.
Alberto, con pocas esperanzas en los resultados, defendía, siempre que podía, su confianza en la intervención de los sindicatos en el gobierno. En este terreno un espectador neutral podría haber considerado sus opiniones como quijotescas. Sus firmes ideas siempre le llevaban por malos caminos.
Existía unanimidad en sus contertulianos en que un gobierno de los sindicatos sería un profundo error que perjudicaría la andadura de la República en la guerra; y de que tan solo el Frente Popular les podía llevar a la victoria. Pero Alberto seguía pensando que los sindicalistas serían más sensibles a las necesidades de la clase obrera que los partidos políticos. Pero nunca logró convencer a sus compañeros, ni siquiera cuando les hablaba de Ángel Pestaña y del partido sindicalista que había fundado en 1933. Él había luchado en Barcelona contra la sublevación del 36 y aquel final de año de 1937 supieron que había muerto.
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