Cap. 3 Rosita
La vida en la Mambla, transcurría, a pesar de la guerra, con pocos sobresaltos. Los soldados disponían de tiempo para relacionarse con los civiles, pero, sobre todo con “las civiles” . Por delante de la casa de Cartés, algunos de aquellos chicos se dejaban caer por las tardes con la esperanza de encontrarse con la Rosita; que ella se mostraba siempre dispuesta a darles palique, como decía, complacido, su padre.
Doña Pablina, en cambio, no tenía buenos ojos para estas visitas, que solo podían desembocar, según ella, en vicio y pecado:
- Yo sé lo que buscan – decía - ; que a mi no me la dan “ eixos”. Y a ti, si me enfurruño te va a costar algún cardenal; y no de los de misa.
El mal carácter de la madre era, sin duda, una causa de aislamiento y un origen de soledad. Porque a la pobre chica, en estas condiciones, le iba a costar mucho encontrar pareja. En un país donde la familia tiene una gran presencia, los jóvenes se fijan mucho en las madres. Saben, por tradición, que las hijas acabarán siendo como ellas.
En los varones se puede apreciar que cuando van envejeciendo cada vez se parecen, físicamente, más a sus padres. En las hembras la semejanza resulta de mayor intensidad: ellas van reproduciendo, sobre todo, el carácter. Así que: “vista la suegra, vista la niña cuando sea mujer “
Rosita era ajena a esta realidad. Su carácter débil le había originado una gran dependencia de su madre que, en el fondo, y sin que ella se diese cuenta le inspiraba más miedo que cariño.
Alberto y su hermana nunca habían llegado a entenderse. Ella era la mayor, lo que le producía un cierto aire maternal. Rosita siempre explicaba que, de pequeños, para protegerle, le tocaba soportar castigos por faltas que él había cometido. En su simplicidad, estas historias, a menudo inventadas, tenían más de burdas quejas que de señales de afecto.
Ella y Francisca tampoco sintonizaban mucho. Cuando esta se lamentaba de las preocupaciones que la familia le originaba a su marido; expresaba, en el fondo, su añoranza del tiempo en que, recién casados, vivían solos en su piso de Barcelona. Y aun más en el fondo, lo difícil que le resultaba convivir con su suegra y su cuñada.
Don Antonio, que siempre iba a su aire, tenía buenas relaciones con cualquiera, siempre que no se tratase de su mujer. Algunas tardes se metía en la cocina cuando Francisca estaba preparando la cena y pasaba un rato charlando de sus aventuras, cuando era un joven fuerte y un buen andarín. Su primer viaje a Barcelona lo hizo, cuando tenía once años, con un primo que trabajaba en una gran herrería. Era, esta empresa, la encargada de colocar la estatua de Colón sobre el pedestal cilíndrico de la puerta de la paz. Al izarla hubo un momento de pánico cuando, los obreros, temerosos de que cayera parecían dispuestos a abandonar la obra. El ingeniero se colocó, entonces, debajo del impresionante bronce de siete metros consiguiendo, con ello, infundirles confianza para continuar.
En un rincón, junto a uno de los cuatro gigantescos pedestales, aquel niño presenció todo el proceso hasta coronar los cincuenta y dos metros del monumento, y lo gravó para siempre.
Nueve años más tarde, Antonio, convertido en un mozo, entró a trabajar en la misma herrería. Allí sentó cátedra de peón incansable que necesitaba quien le señalase, porque de esto no se ocupaba, donde tenía que picar. En las operaciones de remachado, formaba equipo con un compañero vasco que tenía una habilidad especial para colocar los roblones al rojo en los taladros y aguantar con una palanca los cebollazos de Antonio. Era una manera de coser acero con acero en la que nadie podía competir con ellos.
Cuando estalló la guerra tenía 59 años, solo le faltaba uno para jubilarse. Esto de producía la agradable y nostálgica sensación de que cuando cerraba un tajo ya nunca volvería sobre el mismo.
Ya empezaba a vivir de sus recuerdos; ansiaba volver a Barcelona , sin tener que ir a trabajar. Eran muchos años saliendo de casa, aun de noche, para ir a la herrería. Llevaba la comida en un pañuelo de líos; dentro del cual, como postre, su mujer le colocaba una enorme cebolla. Ahora podría jugar a las cartas hasta entrada la noche. Compartía esta afición con el padre de Francisca y en las, aun largas, tardes de final de verano organizaban, entre los dos matrimonios, partidas de manilla en las que solo se jugaban judías secas.
Cuando se reunían todos, apostaban al siete y medio. Pero este juego, como el pocker, es un juego de “envite” pensado para manejar dinero y no resulta bien si solo pierdes, o ganas, unas judías. La lotería (que así llamaban al actual bingo) era el preferido. Rosita acostumbraba a encargarse de los números. Sacaba las bolas de una bolsa que tenía sobre la falda y cantaba:
El patito – que quería decir el dos.
Los dos patitos – era el veintidós.
La niña bonita – indicaba el dieciséis. ......
Cada jugador tenía delante unos cartones con una numeración impresa. Cuando sonaba uno de los números se ponía, encima, una judía. Cuando se completaba una línea, se había ganado. Entonces el jugador cantaba los números para que Rosita comprobase que estaban todos.
El bueno de don Antonio no dominaba muy bien eso de los números y sus judías, a veces, parecían ir por libres. Pablina, cuando le echaba algún vistazo era para confirmar, con cierta satisfacción, que no había casi ninguna en su sitio. Antonio se ponía nervioso, Pablina apretaba los labios, Francisca miraba a Alberto y la partida continuaba.
La vida en la Mambla, transcurría, a pesar de la guerra, con pocos sobresaltos. Los soldados disponían de tiempo para relacionarse con los civiles, pero, sobre todo con “las civiles” . Por delante de la casa de Cartés, algunos de aquellos chicos se dejaban caer por las tardes con la esperanza de encontrarse con la Rosita; que ella se mostraba siempre dispuesta a darles palique, como decía, complacido, su padre.
Doña Pablina, en cambio, no tenía buenos ojos para estas visitas, que solo podían desembocar, según ella, en vicio y pecado:
- Yo sé lo que buscan – decía - ; que a mi no me la dan “ eixos”. Y a ti, si me enfurruño te va a costar algún cardenal; y no de los de misa.
El mal carácter de la madre era, sin duda, una causa de aislamiento y un origen de soledad. Porque a la pobre chica, en estas condiciones, le iba a costar mucho encontrar pareja. En un país donde la familia tiene una gran presencia, los jóvenes se fijan mucho en las madres. Saben, por tradición, que las hijas acabarán siendo como ellas.
En los varones se puede apreciar que cuando van envejeciendo cada vez se parecen, físicamente, más a sus padres. En las hembras la semejanza resulta de mayor intensidad: ellas van reproduciendo, sobre todo, el carácter. Así que: “vista la suegra, vista la niña cuando sea mujer “
Rosita era ajena a esta realidad. Su carácter débil le había originado una gran dependencia de su madre que, en el fondo, y sin que ella se diese cuenta le inspiraba más miedo que cariño.
Alberto y su hermana nunca habían llegado a entenderse. Ella era la mayor, lo que le producía un cierto aire maternal. Rosita siempre explicaba que, de pequeños, para protegerle, le tocaba soportar castigos por faltas que él había cometido. En su simplicidad, estas historias, a menudo inventadas, tenían más de burdas quejas que de señales de afecto.
Ella y Francisca tampoco sintonizaban mucho. Cuando esta se lamentaba de las preocupaciones que la familia le originaba a su marido; expresaba, en el fondo, su añoranza del tiempo en que, recién casados, vivían solos en su piso de Barcelona. Y aun más en el fondo, lo difícil que le resultaba convivir con su suegra y su cuñada.
Don Antonio, que siempre iba a su aire, tenía buenas relaciones con cualquiera, siempre que no se tratase de su mujer. Algunas tardes se metía en la cocina cuando Francisca estaba preparando la cena y pasaba un rato charlando de sus aventuras, cuando era un joven fuerte y un buen andarín. Su primer viaje a Barcelona lo hizo, cuando tenía once años, con un primo que trabajaba en una gran herrería. Era, esta empresa, la encargada de colocar la estatua de Colón sobre el pedestal cilíndrico de la puerta de la paz. Al izarla hubo un momento de pánico cuando, los obreros, temerosos de que cayera parecían dispuestos a abandonar la obra. El ingeniero se colocó, entonces, debajo del impresionante bronce de siete metros consiguiendo, con ello, infundirles confianza para continuar.
En un rincón, junto a uno de los cuatro gigantescos pedestales, aquel niño presenció todo el proceso hasta coronar los cincuenta y dos metros del monumento, y lo gravó para siempre.
Nueve años más tarde, Antonio, convertido en un mozo, entró a trabajar en la misma herrería. Allí sentó cátedra de peón incansable que necesitaba quien le señalase, porque de esto no se ocupaba, donde tenía que picar. En las operaciones de remachado, formaba equipo con un compañero vasco que tenía una habilidad especial para colocar los roblones al rojo en los taladros y aguantar con una palanca los cebollazos de Antonio. Era una manera de coser acero con acero en la que nadie podía competir con ellos.
Cuando estalló la guerra tenía 59 años, solo le faltaba uno para jubilarse. Esto de producía la agradable y nostálgica sensación de que cuando cerraba un tajo ya nunca volvería sobre el mismo.
Ya empezaba a vivir de sus recuerdos; ansiaba volver a Barcelona , sin tener que ir a trabajar. Eran muchos años saliendo de casa, aun de noche, para ir a la herrería. Llevaba la comida en un pañuelo de líos; dentro del cual, como postre, su mujer le colocaba una enorme cebolla. Ahora podría jugar a las cartas hasta entrada la noche. Compartía esta afición con el padre de Francisca y en las, aun largas, tardes de final de verano organizaban, entre los dos matrimonios, partidas de manilla en las que solo se jugaban judías secas.
Cuando se reunían todos, apostaban al siete y medio. Pero este juego, como el pocker, es un juego de “envite” pensado para manejar dinero y no resulta bien si solo pierdes, o ganas, unas judías. La lotería (que así llamaban al actual bingo) era el preferido. Rosita acostumbraba a encargarse de los números. Sacaba las bolas de una bolsa que tenía sobre la falda y cantaba:
El patito – que quería decir el dos.
Los dos patitos – era el veintidós.
La niña bonita – indicaba el dieciséis. ......
Cada jugador tenía delante unos cartones con una numeración impresa. Cuando sonaba uno de los números se ponía, encima, una judía. Cuando se completaba una línea, se había ganado. Entonces el jugador cantaba los números para que Rosita comprobase que estaban todos.
El bueno de don Antonio no dominaba muy bien eso de los números y sus judías, a veces, parecían ir por libres. Pablina, cuando le echaba algún vistazo era para confirmar, con cierta satisfacción, que no había casi ninguna en su sitio. Antonio se ponía nervioso, Pablina apretaba los labios, Francisca miraba a Alberto y la partida continuaba.
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