Cap. 11 Colectivizaciones
Alberto pasaba, de cuando en cuando, por la sede del Gobierno Militar cercana a Colón con el fin de dejar constancia de su situación de permiso especial del campamento de instrucción.
En una de estas visitas, justo en la gran escalinata de acceso, se encontró con Juan Llavería. El impacto que experimentó era el que correspondía al que ha visto a un resucitado. Mientras subía los peldaños que les separaban, le asaltaron imágenes: Brunete. Rosita, La Mambla .... Se abrazaron, le agradeció la carta desde Villanueva y le manifestó la preocupación que sintió al saberle próximo al escenario de la batalla.
- ¡Veo que estás bien!
- Se porque lo dices con tanto énfasis. Resulta que enviaron a mi compañía, aun no se porqué, cerca de un pueblo con un nombre endiablado y no sufrimos ninguna baja.
- ¿Endiablado?
- Bueno, quiero decir complicado.
Le invitó a cenar y le pareció que aceptaba gustoso. Para Alberto suponía una fiesta tener una velada con él.
Juan apreciaba a su antiguo furriel. Había sido uno de los pocos superiores que tuvo en La Mambla que trataban a los soldados como personas.
Se reunieron, pues, aquella misma semana y, aunque formaban un cuarteto algo heterogéneo, pasaron una agradable velada.
Francisca se esforzó, con la ayuda de su madre, en preparar, cosa no muy fácil en aquellos días, una buena cena. Alberto las ayudó a deshacer las mangranas para mezclarlas con vino y azúcar. Fue, también, a comprar hielo para poner la bebida al fresco y paró la mesa.
Juan llegó a la hora prevista con una deliciosa bandeja de dulces. Un vermutillo sirvió para relajar el ambiente. Podían estar seguros de que no les iban a faltar temas de conversación, y si aparecía algún embarazoso silencio ahí estaría la bullabesa para hacer el quite.
Alberto tuvo presente, en todo momento, que Llavería era comunista. Era una garantía de estar bien informado.
Acababa de cumplirse un año de la brillante idea del embajador ruso en Madrid de crear las Brigadas Internacionales. Tocaron el tema y Juan, naturalmente, defendió la iniciativa como una manera de aunar esfuerzos.
- Pensad, decía, que Rosemberg ha propuesto reclutar voluntarios comunistas y no comunistas. Y no solo hemos - así se expresaba - concebido el proyecto; también hemos tomado medidas para que no les falte el armamento a estas unidades. Se sabe que Stalin ha dado su aprobación personal, aunque – añadía- estos grandes líderes están demasiado lejos de la gente.....es algo que parece no tener remedio.
Alberto tenía informaciones de que el POUM había empezado, también, a reclutar voluntarios; pero no hizo ningún comentario. Aun tenía presentes las discusiones entre Juan y Javier Morán y no quiso que se enturbiase la velada.
También fue una ayuda a la buena sintonía el hecho de que al chico le caía bien doña María. Recordaba, de La Mambla, su manera de andar con los brazos separados del cuerpo y le hacía gracia que fuese una señora sin cuello. La madre de Francisca, por su parte, puso, hacía el final, sobre la mesa, las estrecheces que pasó de pequeña en el pueblo cuando se quedó huérfana de madre siendo la mayor de siete hermanos. Contaba, tan solo, con el sueldo de su pobre padre que era camarero:
- No teníamos ninguna propiedad a pesar de ser de allí de toda la vida. Mis hermanas y yo hacíamos trabajos en la casa de un propietario.
- ¿Cómo le llamabais? – preguntó Juan-
- Nosotros decíamos, simplemente, don Pablo.
- Sería un terrateniente. Son ellos los que han acaparado la tierra dejando a muchos sin nada.
- Este era nuestro caso – añadió doña María – don Pablo tenía muchas casas y tierras y nosotros......
Frente a estas cosas- dijo Alberto, consciente de que Juan no estaría de acuerdo – se entiende que se hayan extendido los aires de la colectivización.
- ¡Sí!, pero no parece empresa fácil – dijo Juan - ,y en muchos casos ha consistido en un simple reparto de tierras. Se ha caído en los minifundios y éstos no rinden.
- O dan justo para comer una familia – exclamo Francisca mientras ayudaba a su madre a recoger los platos.
- Si pretendemos levantar un país moderno – decía Alberto – necesitamos una agricultura y una industria que den la talla.
- ¿Y la gente?
- La gente tendrá que adaptarse. Será la parte más difícil
- Los resultados – de momento – añadía Juan – están siendo muy desiguales. La cosa ha funcionado bien en Castilla y peor en Cataluña. Está en estudio expulsar a los malos colectivistas. Pero, fijaros, también ha habido deserciones.
Alberto, que recordaba sus años de trabajo en el Banco de Londres en Barcelona, opinaba que la colectivización, en un país moderno, tenía que pasar por la banca para poder negociar y conceder créditos.
Esta idea resultaba aceptable para Juan. Había que tener en cuenta que los comunistas controlaban los bancos.
Cuando llegó la hora del café. doña María, que había hablado muy poco, les explicó, en su sencillez, el miedo que pasaba con los bombardeos y se atrevió a preguntarles si la guerra iba a durar mucho.
Alberto permaneció en silencio. En algunos círculos se barajaba la convicción de que a Stalin no le interesaba que España se pudiera convertir en un país comunista. Y que, antes, prefería la derrota de la República.
Mientras apuraban las tazas Juan Llavería, por quedar bien con la mastresa, expresó su confianza en una victoria final de las fuerzas progresistas.
Ya estaban en la puerta, despidiéndose en un agradable ambiente de cordialidad, cuando le vino a la memoria el nombre del pueblecito de la zona de Brunete y Villanueva: se trataba de Navalagamella
Por la noche, Alberto y Francisca, coincidieron en ver el panorama bastante oscuro.
A la mañana siguiente se supo que el general Goded , a cuyo mando habían estado las tropas fascistas que fracasaron en el levantamiento de Barcelona de julio del 36, y que había sido juzgado a bordo del buque Uruguay y condenado a muerte, era fusilado en Montjuich.
Alberto pasaba, de cuando en cuando, por la sede del Gobierno Militar cercana a Colón con el fin de dejar constancia de su situación de permiso especial del campamento de instrucción.
En una de estas visitas, justo en la gran escalinata de acceso, se encontró con Juan Llavería. El impacto que experimentó era el que correspondía al que ha visto a un resucitado. Mientras subía los peldaños que les separaban, le asaltaron imágenes: Brunete. Rosita, La Mambla .... Se abrazaron, le agradeció la carta desde Villanueva y le manifestó la preocupación que sintió al saberle próximo al escenario de la batalla.
- ¡Veo que estás bien!
- Se porque lo dices con tanto énfasis. Resulta que enviaron a mi compañía, aun no se porqué, cerca de un pueblo con un nombre endiablado y no sufrimos ninguna baja.
- ¿Endiablado?
- Bueno, quiero decir complicado.
Le invitó a cenar y le pareció que aceptaba gustoso. Para Alberto suponía una fiesta tener una velada con él.
Juan apreciaba a su antiguo furriel. Había sido uno de los pocos superiores que tuvo en La Mambla que trataban a los soldados como personas.
Se reunieron, pues, aquella misma semana y, aunque formaban un cuarteto algo heterogéneo, pasaron una agradable velada.
Francisca se esforzó, con la ayuda de su madre, en preparar, cosa no muy fácil en aquellos días, una buena cena. Alberto las ayudó a deshacer las mangranas para mezclarlas con vino y azúcar. Fue, también, a comprar hielo para poner la bebida al fresco y paró la mesa.
Juan llegó a la hora prevista con una deliciosa bandeja de dulces. Un vermutillo sirvió para relajar el ambiente. Podían estar seguros de que no les iban a faltar temas de conversación, y si aparecía algún embarazoso silencio ahí estaría la bullabesa para hacer el quite.
Alberto tuvo presente, en todo momento, que Llavería era comunista. Era una garantía de estar bien informado.
Acababa de cumplirse un año de la brillante idea del embajador ruso en Madrid de crear las Brigadas Internacionales. Tocaron el tema y Juan, naturalmente, defendió la iniciativa como una manera de aunar esfuerzos.
- Pensad, decía, que Rosemberg ha propuesto reclutar voluntarios comunistas y no comunistas. Y no solo hemos - así se expresaba - concebido el proyecto; también hemos tomado medidas para que no les falte el armamento a estas unidades. Se sabe que Stalin ha dado su aprobación personal, aunque – añadía- estos grandes líderes están demasiado lejos de la gente.....es algo que parece no tener remedio.
Alberto tenía informaciones de que el POUM había empezado, también, a reclutar voluntarios; pero no hizo ningún comentario. Aun tenía presentes las discusiones entre Juan y Javier Morán y no quiso que se enturbiase la velada.
También fue una ayuda a la buena sintonía el hecho de que al chico le caía bien doña María. Recordaba, de La Mambla, su manera de andar con los brazos separados del cuerpo y le hacía gracia que fuese una señora sin cuello. La madre de Francisca, por su parte, puso, hacía el final, sobre la mesa, las estrecheces que pasó de pequeña en el pueblo cuando se quedó huérfana de madre siendo la mayor de siete hermanos. Contaba, tan solo, con el sueldo de su pobre padre que era camarero:
- No teníamos ninguna propiedad a pesar de ser de allí de toda la vida. Mis hermanas y yo hacíamos trabajos en la casa de un propietario.
- ¿Cómo le llamabais? – preguntó Juan-
- Nosotros decíamos, simplemente, don Pablo.
- Sería un terrateniente. Son ellos los que han acaparado la tierra dejando a muchos sin nada.
- Este era nuestro caso – añadió doña María – don Pablo tenía muchas casas y tierras y nosotros......
Frente a estas cosas- dijo Alberto, consciente de que Juan no estaría de acuerdo – se entiende que se hayan extendido los aires de la colectivización.
- ¡Sí!, pero no parece empresa fácil – dijo Juan - ,y en muchos casos ha consistido en un simple reparto de tierras. Se ha caído en los minifundios y éstos no rinden.
- O dan justo para comer una familia – exclamo Francisca mientras ayudaba a su madre a recoger los platos.
- Si pretendemos levantar un país moderno – decía Alberto – necesitamos una agricultura y una industria que den la talla.
- ¿Y la gente?
- La gente tendrá que adaptarse. Será la parte más difícil
- Los resultados – de momento – añadía Juan – están siendo muy desiguales. La cosa ha funcionado bien en Castilla y peor en Cataluña. Está en estudio expulsar a los malos colectivistas. Pero, fijaros, también ha habido deserciones.
Alberto, que recordaba sus años de trabajo en el Banco de Londres en Barcelona, opinaba que la colectivización, en un país moderno, tenía que pasar por la banca para poder negociar y conceder créditos.
Esta idea resultaba aceptable para Juan. Había que tener en cuenta que los comunistas controlaban los bancos.
Cuando llegó la hora del café. doña María, que había hablado muy poco, les explicó, en su sencillez, el miedo que pasaba con los bombardeos y se atrevió a preguntarles si la guerra iba a durar mucho.
Alberto permaneció en silencio. En algunos círculos se barajaba la convicción de que a Stalin no le interesaba que España se pudiera convertir en un país comunista. Y que, antes, prefería la derrota de la República.
Mientras apuraban las tazas Juan Llavería, por quedar bien con la mastresa, expresó su confianza en una victoria final de las fuerzas progresistas.
Ya estaban en la puerta, despidiéndose en un agradable ambiente de cordialidad, cuando le vino a la memoria el nombre del pueblecito de la zona de Brunete y Villanueva: se trataba de Navalagamella
Por la noche, Alberto y Francisca, coincidieron en ver el panorama bastante oscuro.
A la mañana siguiente se supo que el general Goded , a cuyo mando habían estado las tropas fascistas que fracasaron en el levantamiento de Barcelona de julio del 36, y que había sido juzgado a bordo del buque Uruguay y condenado a muerte, era fusilado en Montjuich.
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