La novela “El sombrero de tres picos”, también conocida como “El corregidor y la molinera”, fue publicada por Pedro Antonio de Alarcón en 1874. Cuando la tercera guerra carlista asolaba el norte del país, la restauración borbónica ponía en el trono a Alfonso XII. Mientras tanto Grieg empezaba su Peer Gynt y Musorgski componía los Cuadros de una Exposición.
Hay antecedentes de esta obra en el romance “El Molinero de Argos”, en “El Decameron” de Boccaccio y en el “Libro de los Engaños” traducido del árabe por Fadrique, ya en el siglo XIII.
Nos sumergimos en la lectura y vemos que la acción transcurre en menos de dos días. En el relato predomina un fino humor (siempre tan importante), pinceladas de ironía y fragmentos entrañables:
“El tío Lucas era más feo que Picio. Lo había sido toda su vida, y ya tenía cerca de cuarenta años. Sin embargo pocos hombres tan simpáticos y agradables habrá echado Dios al mundo”
“¡Imposible que haya habido sobre la tierra molinero mejor peinado, mejor vestido, más regalado en la mesa, rodeado de más comodidades en su casa, que el tío Lucas! ¡Imposible que ninguna molinera ni ninguna reina haya sido objeto de tantas atenciones, de tantos agasajos, de tantas finezas como la señá Frasquita! ¡Imposible también que ningún molino haya encerrado tantas cosas necesarias, útiles, agradables, recreativas y hasta superfluas, como el que va a servir de teatro a casi toda la presente historia!”
Cuando nos presenta a un alcalde de aldea, lo hace con estas palabras:
“El señor Juan López que como particular y como alcalde era la tiranía, la ferocidad y el orgullo personificados (cuando trataba con sus inferiores), dignábase, sin embargo, a aquellas horas, después de despachar los asuntos oficiales y los de su labranza y de pegarle a su mujer su cotidiana paliza, beberse un cántaro de vino en compañía del secretario y del sacristán…”
Hay párrafos que nos crean la necesidad de pasar sobre ellos una y otra, y otra vez.